Érase una vez un reino tan pobre, tan pobre que tenían que marcar con un punzón las monedas de otros países para poder utilizarla en el suyo, ya que su humilde economía; basada en la pesca y la recolección de perlas; no les permitía ni tener moneda propia.
Sus recolectores de perlas eran famosos en todo el mundo y mucha gente venía para ver como realizaban sus inmersiones eternas para sacarlas del fondo del mar. Famosos, pero pobres y aún mas sabiendo que a su espalda les esperaba el desierto en su camino de huida.
Pero de repente y tras siglos de llevar la pesada carga de vivir en un país sin futuro, llega el golpe de suerte. Su seco y yermo suelo escondía todo lo que la sociedad occidental consume y consume sin freno, petróleo y gas. De hecho, es la tercera mayor reserva mundial de gas natural, lo que sumado al petróleo les concede disfrutar de la mayor renta per cápita del planeta, motivo mas que suficiente para premiarse con una legislación que les libera del pago de impuestos, porque todo lo paga el estado. De paso, su amado jeque -su figura se repite una y otra vez por toda la ciudad en edificios, paredes, vehículos…-se garantiza una paz social regada con sacos de billetes que les permite llevar una vida de ostentación y lujo, ajena a los problemas del resto de los habitantes de Qatar.
Claro que para ello han convertido el país en una gran empresa y en el que, sus 250 ciudadanos cataríes, tienen contratados -por así decirlo- a otros dos millones de extranjeros a su servicio, bajo la paternal mirada de la familia Al Thani, que controlan el país, arrebatándose el poder unos a otros con verdadera pasión.
Érase un reino pobre, pero feliz que, gracias a lo que su tierra escondía, cambió su vida nómada en sus hermosos desiertos -que conocían como la palma de su mano- por ciudades de cristal y metal que, como palmeras sin alma, comenzaron a crecer en esa ciudad reinventada llamada Doha y ahora solamente nomadean de tienda en tienda (de lujo) para poder deshacerse del castigo que Alá les impuso como una maldición, llenando sus bolsillos de tanto dinero que no les permitía caminar con comodidad por la ciudad a la que ahora se han acostumbrado. Ya no necesitaban refrescarse a la sombra de las esbeltas palmeras del desierto y lo hacen a bordo de sus vehículos de lujo, con sus aires acondicionados al máximo nivel.
Desde los años cuarenta del siglo pasado, aquí ya saben que el alma tiene un precio y lo pagan con gusto, porque pueden.